Otra página escrita


…Entonces recordó aquel aro raro y gigante que ambos miraron en polos opuestos alguna vez. El día era aparentemente como cualquier otro, la misma rutina, la misma gente, la misma distribución de su tiempo en cosas banales pero a la vez de suma importancia para ella, seguía pendiente del teléfono por si escuchaba aquel timbre que la ponía nerviosa y saltar en un pie, esperó y esperó pero el teléfono nunca sonó… obviamente su orgullo era tan grande que lo último en lo que pensaría era en llamarlo y hacerle algún reclamo “justo y justificado”, aunque… así como el orgullo rebosaba en ella, así también su curiosidad…

El baño la relajó, le encantaba sentir las pequeñísimas gotas de agua hechas vapor impregnarse en su cuerpo, la suavidad en su piel exfoliada, el olor a maravillas en su cabello y la sensación de esa lluvia caliente que resbalaba desde su rostro hasta sus pies. Habíase ya acomodado en su recámara que un tanto reflejaba la niñez que se negaba a dejar pero a la vez habían pequeños detalles que le recordaban que había dejado de ser una adolescente hormonal y amenazaba en la conversión completa a ser mujer, la computadora sobre el escritorio estaba encendida y los libros que habían sido ordenados según el nivel de interés que tenía por leerlos, daban claras señas de haber sido destrozados, esto lo digo como metáfora pues ella podía olvidarse de comer, dormir y de que existe el mundo y devorar libros enteros sin importar volumen en unas cuantas horas; así que ya sintiendo que había aliviado emociones diversas e imaginarse ciento de escenas de los capítulos en su cabeza, la animaron unas fotografías que tanto le gustaba tomar cada vez que iba a la playa… las diapositivas iban pasando lentamente, parecía que su memoria hubiera escapado de ella y estaba cristalizándose en recuadros inertes pero precisos, podía de nuevo escuchar las olas irrumpiendo en la orilla, la espuma tocando la punta de los dedos de los pies, esas pinceladas de colores en el cielo, podía ver otra imagen donde recordó que había tenido menos de cinco minutos para hacer la toma perfecta y precisa, pues el sol, cuando tenía que ocultarse, perdía cuidado de la velocidad a la que se despedía; sin embargo, pudo inmortalizar el segundo de una manera casi profesional me atrevería a decir.

Era ya de noche y no había caído en la cuenta que aún seguía ella con la toalla doblada diestramente sobre su cabeza y la salida de baño cubría su cuerpo, las fotos siempre cumplían con el objetivo de mantenerla idiotizada en el remolino de sensaciones y recuerdos que éstas le provocaban, una especie de catarsis casera y, fue en la siguiente toma, en la que sintió de pronto el corazón caer como plomo al estómago, se trataba de una fotografía que ella había tomado una noche de luna llena, donde un halo de colores hermosos estaba alrededor de aquella perla y había hecho que permaneciera horas sentada observando el fenómeno.
Fue esa sensación de algo que se hunde en el pecho cuando te enteras de algo malo, esa sensación de que el músculo latente cesa y sólo sientes un hilo helado recorriendo tu espina… aquellos flashes de recuerdos añorados se convirtieron en unos inflamados de incertidumbre, nostalgia ácida, miedo… se fijo en la hora y notó que el teléfono seguía en el mismo sitio y no dio señal de vida. Con el nudo en la garganta y haciendo casi un esfuerzo imposible de minimizar su fortaleza de vanidad, decidió llamar, largos segundos de espera, el pecho le iba a reventar… y ahí estaba él, aquella voz que la hacía desvanecer de amor, paradójicamente la llenó de rabia e indignación por el abandono esta vez. Tratando de ser afable y ocultar cualquier nota ínfima de enojo, lo saludó como de costumbre… ella sintió el sarcasmo típico en él pero también la melodía de su voz era áspera, sentía el desinterés, ¿resentimiento quizás? – ¿Ahora qué carajo hice?- pensó, tratando de amilanar el desconcierto de que él fuera ahora el ofendido y no ella.
Siguió fingiendo dulzura y le preguntó por qué no había llamado en todo el día, aquel no dijo nada, a decir verdad, que él no dijera mucho no era síntoma para alarmarse o preocuparse, siempre fue muy parco para demostrar cualquier indicio de sentimientos de cariño y vale la aclaración, sólo o mayormente los de cariño porque cuando se trataba de enojo u ofensa, vaya que no había mejor actor que él.

Ella seguía jugando al papel de que no le había importado que la ignorase y volvió a preguntarle qué había pasado, lo que vino fue lo más absurdo que ella imaginó podía salir de sus labios - ¡Vaya con qué idioteces me salió!- fue lo único que ella pudo pensar.
La sarta de sandeces y excusas alarmantemente increíbles las dejaré a imaginación del lector pues no creo que merezca la pena el detalle de éstas.
Lo que vino a continuación fue la materialización de la duda que siempre trató de esconder en su mente, aquel insensible, en un arranque más de su inmadurez logró desplomarla con tan sólo cuatro palabras y al pronunciar cada una de ellas, eran como truenos retumbando sin piedad sobre ella y noqueándola cada segundo, agradeciendo a Dios o, porque no al demonio quizás, el hecho de ser muy versátil y poder camuflar sus sentimientos de manera impresionante, invistió a su voz con un tono de seria despreocupación y calma y tan sólo atinó a decirle: “gracias por enseñarme a amar… adiós”… dejó el teléfono en el mismo sitio donde había reposado todo el día y viró el rostro hacia la imagen que desencadenó este desenlace, entonces recordó aquel aro raro y gigante que ambos miraron en polos opuestos alguna vez.

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